Hay palabras que una mujer y una niña ni siquiera querrían escuchar, porque pican más en los ojos que las agujas del frío viento invernal. Hay hechos tan frágiles en la vida de una familia que incluso la pluma de la noticia está llamada a ocuparse de ellos, antes de derramar tinta roja como la sangre sobre el candor del alma. Sin embargo, el amor a la verdad nos lleva a afirmar que todavía estamos lejos de una palabra definitiva sobre la muerte de David Rossi, y que cada nueva pieza, incluso la más sensacionalista, requiere moderación, respeto y atención que nunca caiga en el torrente de juicios. El eco de las últimas valoraciones atribuidas a los Ris, que parecen inclinarse más hacia la hipótesis de un asesinato que de un suicidio, ha reavivado un debate que desde hace años desgarra a Siena y a quienes tuvieron la oportunidad de conocer realmente a David. Y yo, que pasé años con él en las salas de trabajo y en los silencios cargados de un hombre que llevaba sobre sus hombros la comunicación de una institución secular, no puedo dejar de recordar lo que entonces era para mí la verdad más instintiva.
David era un hombre sensible, introvertido y mesurado. Tenía una idea casi ancestral de lo que representaba Monte dei Paschi para Siena: no sólo un banco, sino una columna vertebral moral, económica y de identidad. Su papel, en este tejido tan denso entre institución y ciudad, fue visto como un servicio: apoyo a la comunidad, un deber casi cívico. Y precisamente por eso, para su concepción del honor, una sola sombra, una sola falta, le habría parecido una vergüenza insoportable para la familia.
No me sorprendió, lo admito, cuando me contaron cómo acabó con su vida. Doloroso, sí; repentino, terrible, desconcertante. Pero no es de extrañar, para quienes habían visto en sus ojos el cansancio de quien siente el honor como una armadura demasiado pesada para sostenerla.
Pero hoy no puedo ni quiero hacer la vista gorda ante la información de investigación. No excluyo nada. Y, sin embargo, antes de convencerme de que David fue víctima de un delito, siento la necesidad de información concreta, no de susurros ni sugerencias. Tengo respeto por el trabajo de Ris y por quienes buscan la verdad.
Pero también tengo respeto por la complejidad de un hombre que, tal vez, en un intento desesperado por proteger a su familia del deshonor, se encontró frente al abismo solo.
La verdad, sea cual sea, merece tiempo, rigor y silencio. Porque no pertenece sólo a la actualidad: pertenece sobre todo a quienes quedan y aún llevan en sus ojos el recuerdo de David.