En momentos en que la junta birmana no organiza elecciones, el silencio de las grandes potencias –desde el G7 hasta la Unión Europea, incluida la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) y la complacencia de la administración Trump– ofrece al régimen militar un eco peligrosamente favorable, a pesar del clima de represión en el país.
Más de cuatro años después del golpe, Birmania vive en un silencio ensordecedor una de las peores crisis humanitarias del mundo. Más de 20 millones de personas necesitan ayuda urgente, hay recurrentes advertencias de hambruna, más de 3,6 millones de personas han sido desplazadas y un número indocumentado, pero probablemente mucho mayor, ha huido del país.
La causa central de esta situación, sin embargo, es humana y reversible: la junta birmana, encabezada por el general Min Aung Hlaing, que es objeto de una solicitud de orden de detención por parte del fiscal de la Corte Penal Internacional por su implicación en la persecución contra los rohingya.
La junta no se contenta con bloquear y desviar recursos y ayuda humanitaria para asfixiar a poblaciones fuera de su alcance, sino que ataca diariamente y deliberadamente a civiles, particularmente mediante ataques aéreos, dirigidos a escuelas, hospitales y campos de refugiados. A los aviones de combate de la junta: insuficientes