Diez años desde que el terrorismo azotó nuestras calles, nuestros teatros, nuestras vidas. Diez años desde que la sangre corrió en París, los gritos atravesaron la noche, las familias fueron destruidas.
Cada año este período reabre heridas profundas y nos recuerda lo pesada que es esta memoria. Presenta a las víctimas un mandato paradójico: ser resilientes y aceptar al mismo tiempo que la sociedad aparta su mirada de la realidad. Sin embargo, la resiliencia, cuando se convierte en un mantra o un ritual, nos empuja a sanar sin entender qué nos golpeó.
Sin embargo. No nombrar el mal significa dejarlo prosperar. Porque no son sólo nuestros cuerpos los que este terrorismo ha afectado. Afectó nuestras palabras, nuestros pensamientos, nuestra capacidad de discutir libremente. Afectó nuestra libertad de expresión, de manera insidiosa y duradera. Por precaución, dejamos el campo abierto a los extremos en este tema.
Después de cada ataque se repite el mismo mecanismo: discursos que calman sin analizar, homenajes que consuelan sin avisar, medios e instituciones que luchan por identificar la ideología radical que ataca una y otra vez. En 2025, el atentado de Apt (Vaucluse) fue efectivamente calificado de acto terrorista, pero ya no suscitó debate.
El de Mulhouse (Alto Rin), en febrero, ya lo había hecho previamente