El marido había elegido otro del estante. Al contrario, para ella fue amor a primera vista: la pieza inaccesible que has esperado a la venta toda tu vida y que no puedes permitirte el lujo de no llevarte a casa. Era un concierto de fiesta universitaria, ella se aferraba a sus labios mientras él cantaba notas dedicándoselas a otra chica. Pero años después, en 1991, ganó Sophie (Kinsella). Fue con ella con quien finalmente se casó Henry Wickham. Y fue con ella que tuvo cinco hijos. Nunca vieron llegar a Sophie y, sin embargo, ella siempre llegaba: al altar, a la librería, a la pantalla grande. Irregular, desprevenido, potencialmente anónimo en sus rasgos tan finos que parecen desinfectados. En cambio, se convirtió en un ícono glamoroso de la mejor manera posible: a través de novelas que se convirtieron en bestsellers y luego incluso películas. Una “chica iluminada” que cambió el mundo de la ficción. Cuando enfermó, el anuncio del gravísimo diagnóstico se produjo como ocurre hoy: en las redes sociales y en internet. Por eso, después del primer momento de profunda consternación, encontró el mismo final que todo lo que hoy se comunica del mismo modo: lo olvidamos.
La hemos almacenado en una parte del cerebro que es buena para archivar pero incapaz de mantener la relevancia de la información. Y por eso, cuando ayer llegó la noticia de su muerte a los cincuenta y cinco años, nos pareció un final terriblemente inadecuado a su capacidad de asombrarnos.