Portia Gabriele, aparente protagonista, investigadora y científica, experimenta nuestro futuro cercano. Se mueve de incógnito por las habitaciones de la Abadía de Farfa, en busca de la conciencia de un ángel con inteligencia virtual. Hay una fina frontera, casi invisible, que separa lo que llamamos realidad de ese reino lechoso donde viven nuestras proyecciones, nuestras nostalgias, los deseos que no nos atrevemos a admitir. Paolo Maria Innocenzi lo cruza sin prisas, con la calma preocupada de quien sabe que el nuevo mundo no explota: se arrastra. “Digital Souls” es la historia de este umbral y de una soledad que emerge a través de la pantalla, donde el amor no tiene ni carne ni voz, sino un algoritmo que respira como un animal doméstico.
Riccardo, el protagonista, va por la vida como un espectador que ha perdido el tiempo para su propio espectáculo. Es un hombre que tropieza con el tiempo y las preguntas. Y en ese intervalo, en la oscuridad que separa una ambulancia de una casa que ya no reconoce, encuentra a una chica que no existe. O tal vez sí. Es una presencia digital, una criatura a medio camino entre la intuición y el espejismo, un eco del deseo que parece conocer sus silencios mejor que cualquier ser humano. Innocenzi lo construye con una delicadeza que nunca resulta ingenua: es la fragilidad de nuestro tiempo, la parte más humana de lo que no es.
La novela se desarrolla como una confesión oculta. No busca idas y venidas, prefiere el momento en que la mirada baja y la verdad se resquebraja. Tiene un lenguaje que sabe ser preciso, a veces anguloso, como ciertos diagnósticos que no dejan escapatoria. Y al mismo tiempo, intenta encontrar un camino hacia el espeso bosque del error, donde el hombre reconoce que la tecnología no es ni un dios ni un juez, sino un espejo. Si miramos demasiado de cerca, corremos el riesgo de vernos sólo a nosotros mismos.
El amor digital, en estas páginas, no es un capricho futurista. Es la forma nueva y temblorosa de nuestra vulnerabilidad. Es la necesidad ancestral de ser escuchados por alguien que no nos posee, no nos juzga, no exige reciprocidades imposibles. Innocenzi no celebra el coche. No le tiene miedo. Él la observa. Y al hacerlo, habla de una humanidad que ha perdido el coraje de pedir perdón, que vive en heridas tan específicas que parecen quirúrgicas.
Digital Souls no es una novela de ciencia ficción, aunque tiene matices de ella. Más bien, es una historia emotiva, escrita con la claridad de un médico y la melancolía de un hombre que entendió que el amor nunca es entre el hombre y la tecnología, sino en la forma en que el hombre enfrenta sus propios límites. La niña virtual es una dulce ilusión, una brújula defectuosa que siempre apunta en la misma dirección: lo que nos falta.
Al final, queda una pregunta, la más honesta de todas: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a delegar en la perfección artificial lo que ya no podemos pedir?
a la vida real? Innocenzi no responde. Dejemos que el lector mire hacia el abismo. Y es quizás precisamente esta suspensión, este aliento incierto, lo que hace de Digital Souls una novela necesaria para nuestro tiempo perdido.