Casi el 60% de los parisinos, según Ifop, cree que París se está desarrollando “bastante mal”. La brecha nunca ha sido tan grande entre lo que viven los habitantes de la capital y lo que dice la mayoría saliente. Tres paradojas resumen esta exasperación y, peor aún, esta resignación.
París es una ciudad hermosa… pero sucia.
Las medallas de oro olímpicas han brillado bajo los reflectores, pero la vida real revela aceras degradadas, residuos omnipresentes, voluminosos y estancados. La mayoría saliente está satisfecha con los resultados obtenidos, mientras que los vecinos estamos sometidos a una realidad que nos negamos a afrontar. Gestionar no es maquillarse.
París es un territorio rico… pero profundamente injusto
Inversiones espectaculares, construcciones triunfantes: sobre el papel todo parece perfecto. En realidad, vivir es un lujo, mudarse es un desafío, formar una familia es una carrera de obstáculos. La brecha social se está ampliando, pero la mayoría persiste en afirmar que el camino es el correcto. Hacer próspera la ciudad significa hacerla justa.
París es una metrópolis poderosa… pero desorganizada
Presupuesto colosal, administración en expansión, recursos considerables. Sin embargo, todo es disfuncional: tráfico de pesadilla, obras pendientes, maniobras de la policía municipal, escándalos repetidos. Hablamos de “transformación”, los habitantes notan sobre todo el caos. Gobernar es organizar.
Estas elecciones municipales se desarrollan en un clima de desconfianza sin precedentes. La polarización nacional asfixia el debate local y promueve dos extremos incapaces de proponer ni siquiera la más mínima solución creíble. Los parisinos lo sienten: este teatro gigantesco y triste no produce nada duradero.
En esta niebla política se proponen soluciones contrarias. Por un lado, una mayoría saliente, electoralmente, digan lo que digan, en manos del LFI, convencidos de haberlo conseguido en todo; por el otro, una derecha conservadora que, después de haber avivado el fuego, promete “pacificación”. Pero su plan es claro: frenar, congelar, retroceder. Esto no es moderación, es inacción. Ni los que pretenden que todo está bien, ni los que quieren detener el tiempo consiguen restaurar la capital.
Por eso París debe volver a ser un espacio democrático. Una ciudad que inventa, reúne, construye. Donde el compromiso, la seriedad y la verdad recuperan sentido. París tiene una responsabilidad particular: mostrar que hay algo más que la política del ruido y la división.
El único camino creíble es una oferta central, exigente y lúcida en torno a Pierre-Yves Bournazel. Un camino que reconoce la realidad en lugar de enmascararla; aquellos que construyen en lugar de deconstruir; que organiza en lugar de dramatizar. Las tres paradojas parisinas no son inevitables. Son el punto de partida para un comienzo necesario.